sábado, 31 de enero de 2015

Samarkanda. La ruta de la seda.

Me tropiezo camino de la estación de tren con una amiga a la que no veía desde hace bastante tiempo. Me agrada mucho volver a saber de ella. Se ha jubilado. Siempre fue una viajera vocacional:  la recuerdo  (cuando estábamos más en contacto, hace años) al regreso  de alguno de sus  periplos con el deseo de hacer el equipaje y volver a la ruta otra vez. 


En cierto modo la comprendo. El tiempo durante los viajes parece que tiene otra sustancia. La existencia cobra otro sentido. Toda la angustia vital  que en mayor o menor escala, más oculta o más explícita, llevamos todos, parece que nos da una tregua. A mi también me pasaba eso de regresar de un viaje con cierta tristeza, por el final de la aventura, que desaparecía o se difuminaba con la simple idea  de volver a hacer las maletas y tomar otra vez el camino.




Sí, mi amiga es una viajera impenitente. Me cuenta que hizo el Camino de Santiago el verano pasado. Ahora está preparando un viaje de quince días a Uzbekistán, recorriendo los lugares de la antigua Ruta de la seda.







 Visitará, por supuesto, Samarcanda. Es ésta una ciudad muy antigua del Asia Central con una gran cantidad  de connotaciones históricas, literarias y culturales y que nos trae a la memoria personajes como Marco Polo. Le comento que la cría del gusano de seda -que aquí en Murcia es una tradición tan arraigada-  tiene sus orígenes en China y recorrió esa misma ruta, creo que de manera furtiva, (pues los orientales querían tener la exclusiva de esa labor),  hasta llegar a Europa.



     

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