viernes, 21 de julio de 2017

Las ruinas del templo de Poseidón



 Aquellos sobrios pastores de cabras resultaron ser unos estetas que trabajaban el mármol y el pensamiento. Los mitos fundacionales de nuestra cultura arrancan en esas luminosas costas donde crecía el olivo y donde además del trigo y la vid se cultivaban las ideas. Avezados marinos de aguas muy azules, fueron extendiendo por infinitas islas sus números áureos hasta forjar un modelo estético que buscaba la sabiduría que reside en los cánones de belleza. Y esos mismos cánones nos siguen marcando la visión actual del mundo aunque no lo sepamos.
 Un templo dórico frente al mar puede ser la llave que nos abra la puerta de esa Edad Antigua cuya cosmogonía no ha dejado nunca de subyacer en el inconsciente colectivo de nuestra civilización. Alzado 60 metros sobre las olas en el cabo Sunión, que ya mencionaba Homero en la Odisea,  este monumento dedicado al dios Poseidón era testigo inmutable de la navegación de las trirremes que pasaban por esas costas. Se dijo entonces que había tres tipos de hombres, los que están vivos, los que están muertos y los que navegan. Y sí, esos buscadores de proporciones armónicas eran ante todo navegantes, como lo fue Ulises tras diez años de singladura hasta arribar a las playas de Itaca.

Quien no pudo arribar nunca a su Itaca particular y naufragó en medio de la travesía fue el poeta Lord Byron, que dio su vida abrazando la romántica causa de la lucha por la independencia del país que había encendido una lámpara en medio de las tinieblas de la Antigüedad. Aun así, le dio tiempo para grabar su nombre en una columna de este templo y cantarlo en unos versos de su Don Juan.
 En el momento que escribo estas líneas, de noche, seguro que permanecerá imperturbable ante la luna, azotado por los vientos salobres, el monumento que los pastores de cabras devenidos en estetas levantaron para mostrar su respeto al dios del tridente que vagaba por las profundidades marinas.

(Texto: Mariano Lopez-Acosta)

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