domingo, 13 de mayo de 2018

La Primera Comunión. La vida cristiana. La pérdida de la fe.


Diome la Primera Comunión el obispo Ramón Sanhauja y Marcé. Este egregio y piadoso prelado apacentaría a las ovejas de la Diócesis de Cartagena desde 1950 hasta 1965. Me habían iniciado en la Doctrina las catequesis que nos daban en la sede marista frente a la Sucursal, en un inmueble que hacía esquina entre Gran Vía y Acisclo Díaz. 
 La noche antes de la ceremonia, y consciente de la trascendencia del día que me esperaba, me prometí a mí mismo estar sereno y no dejarme influir por la emoción ni por los nervios de una jornada tan especial. Así, no me tembló la voz cuando proclamé con firmeza y bien fuerte que renunciaba a las pompas y a las obras del “ángel caído”. Luego, cuando todo terminó, tengo el vivo recuerdo de salir de la capilla con todos los demás y alejarme yo solo a los patios del colegio de los Maristas de la Merced para aspirar muy profundamente el aire primaveral y sentir una plenitud no conocida hasta entonces. 
Como se estilaba por aquellos tiempos, la celebración, la fiesta, fue sencilla y entrañable: unas monas con chocolate con la familia y amigos cercanos, el aliciente de los recordatorios, el disfrute de los regalos, el pedir a todos que me escribieran algunas líneas en mi libro de la Primera Comunión...
 Los años pasaron. Viví mi creencia cristiana con convicción e intenté ser coherente en mi vida personal con esos valores. Todo ello me hizo sentir una gran paz espiritual y una gran serenidad. 
Y luego pasaron más años y llegó la pérdida de la fe y el replanteamiento de tantas cosas. A buen seguro que los entrañables catequistas que me iniciaron en la Doctrina tanto tiempo atrás pensarían al verme así que las asechanzas de los tres declarados e incansables enemigos del alma habían dado sus frutos y me habían descarriado. 
 A veces intento rezar pidiendo a Dios, (si es que existe realmente -ojalá sea así, pero quién sabe-), que me devuelva esa fe de mi juventud. Lo hago empleando el Padrenuestro antiguo. El nuevo ya no me lo aprendí.

(Texto: © Mariano López A. Abellán)

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